Todos los días del estío, a la misma hora, acompañaba a su rebaño de camellos al semidesértico campo donde aún crecían los últimos matojos verdes. La cercanía del mercado rural de cada domingo hacía que numerosas bolsas de plástico negro, impulsadas por el viento, se enredase en cada uno de los matojos y él, pacientemente se adelantaba al cansino andar de los camélidos e iba recogiéndolas una a una hasta que solamente dominasen el campo el inmenso ocre y el escaso verde.
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