Lleva 3 días alejado de la dehesa y prevé tiempos convulsos.
Tras un largo viaje encajonado, junto a compañeros de pasto; hoy, le miman, cepillan y limpian para que su majestuoso cuerpo luzca al sol de la plaza, a las 5, hora torera.
Tras largos momentos
en penumbra, le abren las puertas del toril, y manos desconocidas le empujan al circular y reluciente albero. Un ensordecedor vocerío le aturde. Quiere huir
y busca un portón de salida pero todo el círculo de arena se encuentra tapiado.
No entiende nada. Resopla y un eléctrico miedo le paraliza.
Entra en el ruedo un
elegante caballo vestido de sus mejores galas y sobre él cree reconocer al
rejoneador que vigilaba su correr por los campos salmantinos. Se acerca a ellos
amistosamente pero el caballero, incomprensiblemente,
le lancea con su pica. Un fuerte dolor, como nunca había sentido hasta entonces, le recorre
todo su cuerpo. Desconcertado y malherido aún siente entrar la puya en sus
carnes una y otra vez.
Por fin, caballo y
caballero, se van dejándole ensangrentado en medio de la plaza. Su soledad
finaliza cuando se le acerca el banderillero con unos festivos palos de colores. Su
vistoso colorido predice que su suerte va a cambiar y se acerca a él con ánimo
suplicante. Sin apenas darse cuenta, sobre su lomo lleva clavadas tres pares de banderillas que le infringen un dolor similar al de las puyas.
Desconoce el motivo
de tal ensañamiento. Mientras, el rugir de la grada aumenta según van sucediendo tercios y suertes.
Es la hora del matador y éste le muestra y le quita capote y muleta roja. El engaño le desespera, marea y duele. Baja su testuz. Este es
su penúltimo acto pues en ese mismo momento el torero le clava el frío estoque
hasta partirle el corazón.
En su último aliento,
siente como le desorejan para que el torero las muestre a su fiel público y
éste le responda con un atronador aplauso que refleja su inmenso placer por “la
faena bien hecha”.
Mientras, en su
toalla de playa, la mujer del torero espera el regreso triunfal de su valiente guerrero.