La marea alta es el pitido final del encuentro.
El guardameta, profesional, marca con el taón de su pié derecho la línea perpendicular a la portería que le orientará en sus salidas fuera del arco.
El banderín, desubicado, ya no marca uno de los vértices que delimitan el rectángulo arenoso.
La botella de agua espera, sin prisas, los labios resecos del cancerbero.
Las sombras, como manecillas de reloj, indican lo temprano del encuentro.
Los espectadores y el portero, mientras tanto, fijan sus miradas en el ir y venir continuo del balón por el mojado campo.